
A raíz de este boom cinematográfico, la modesta industria nacional -siempre apoyada por un recién creado ministerio de turismo que veía en el cine una magnífica oportunidad para propagar las virtudes de una industria turística de enorme proyección- se lanza al sol y a la playa para seguir el ejemplo americano y sacar provecho del asunto. Los resultados no siempre están a la altura de las circunstancias, pero algunas películas, aparte de su encantador exotismo, sí dan por lo menos la talla.
Pedro Olea, director de reconocido prestigio, Pim, pam, pum...fuego (1975), Un hombre llamado flor de otoño (1978), El maestro enigma (1992), entre otros títulos de notable calidad, realiza una de las escasas películas en las que se aborda con dignidad el fenómeno turístico de la Costa del Sol en los 60. Las vacaciones de Semana Santa en Torremolinos de un grupo de jóvenes amigos madrileños sirven de marco a una arriesgada historia de amor con un final feliz un tanto convencional e impuesto. A pesar de esta contradicción, la película refleja el ambiente de tolerancia del que gozaba la Costa del Sol al abordar temas aún tabú como las relaciones prematrimoniales, las drogas o la homosexualidad. Las estampas del viejo y a la vez modernísmo Torremolinos resultan impagables, como la que protagoniza un jovencísimo Luis Eduardo Aute cantando canciones de protesta en francés en la plaza de la Gamba Alegre, o la delirante y psicodélica fiesta en un chalé donde una alucinada Massiel y la transexual Coccinelle -la leyenda cuenta que su cambio de sexo, realizado en Casablanca, fue el primero del mundo- oyendo el LP de la Carmen de Bizet a 45 revoluciones por minuto, entre otras muchas extravagancias. La película fue rodada en 1967, y supuso la ópera prima del prestigioso director.