domingo, 1 de septiembre de 2013
El fin del mundo no es un enigma
(Debido a la paella en la que, por algún error ajeno a mí, ha acabado el ARTÍCULO de hoy, lo copio aquí en la forma original y correcta)
El enigma es veneno; y, como los más peligrosos venenos, es claramente adictivo, paralizador, desconcertante desde el absurdo. En Tánger conocí a un anciano que decía ser la persona que más sabía sobre Jean Cocteau. En Castellar de la Frontera, el pintor más celebre del lugar me dijo que posiblemente fuese la persona que más podía hablar sobre el músico Nick Drake por estos lares. Soy la persona que más sabe sobre David Bowie en este país después del escritor Alfredo Taján. Soy la persona que más sabe de Bowie después de Taján y de Carlos Berlanga, que ya no está. Seguro que Diego Manrique piensa que él es el que más sabe de Bowie de aquí a Italia. Fijo que Antonio Portela (un poeta que usó títulos de Bowie para cada uno de sus poemas y, lo más difícil, consiguió hacer un muy buen libro) también piensa que él es el que más sabe del artista británico. ¿Para qué carajo queremos conocer en qué aula de la escuela de arte George Underwood le dio el famoso puñetazo en un ojo (o le propinó el famoso puñetazo, porque aquí sí que hubo propina), que acabaría dotándolo de su conocido rasgo ocular? Pues para muy poco, pero necesitamos ciertos guías parciales para salir de aquí, gente que nos recuerde de vez en cuando al oído que la vida es algo más, y que nos arranquen nuestras costras de lógica y cotidianidad.
El enigma es un condimento imprescindible para que el arte sea mucho más que arte, igual que Emmanuel Lévinas definía la caricia como "contacto más allá del contacto". No hay mayor desgracia para el germen artístico que la previsibilidad. La cultura sigue existiendo (con cangrena, eso sí, pero digna) porque está compuesta por un reducidísimo grupo de personas que, sin ellos quererlo, sostienen nuestra realidad a base de sus historias; si seguimos manteniendo el pulso estético es porque esos seres desvirtúan nuestra sacra sobriedad a base de su intolerancia a la normalidad. Benditos enfermos feroces que se enfrentan a todo para validar la existencia o la inexistencia, con el mismo remedio que les aniquila. Esto lo dijo mucho mejor Octavio Paz: "La ferocidad es en cierto modo la contrapartida animal del entusiasmo y de ahí que aparezca en las grandes pasiones religiosas, eróticas y artísticas. Además nos ha dejado unos cuantos inolvidables poemas, novelas, cuadros, textos: Goya y Picasso, Baudelaire y Rimbaud, Quevedo y Swift, Michaux y Cioran. A diferencia de la ferocidad de los tiranos y los criminales, la de los artistas se ejerce contra todos los fantasmas de su imaginación, es decir: contra ellos mismos". Un poema puede tener la forma de un artefacto, una canción no puede cambiar nada, pero como vamos a tener que cambiarlo -sí o sí- vamos a elegir una banda sonora que esté a la altura. La cultura tiene que recuperar su esbeltez y exquisitez, tirar a la basura el patético chandal del Real Madrid con olor a puro barato que lleva puesto desde hace ya demasiados años. Recientemente Juan Van-Halen se asomaba a esto mismo en un reciente artículo: "la cultura sufre el azote del oportunismo, de la falsificación, de la impostura, de la mediocridad sublimada por el canon o la mercadotecnia, y así padecemos best seller detestables para consumo inmediato, como sucedería con una hamburguesa". Poco más que añadir. El intrusismo se ha convertido en el deporte rey de este país y las grasas trans parece que han hecho efecto en nuestro cerebro. Con este panorama es normal aferrarse a ese puñado de cuerpos celestiales y rogarles que no nos dejen solos, que nos manden coordenadas. Es lo carnal, y sólo lo carnal, lo que revela lo glorioso, su potencia magnífica; tenemos que tratar de reproducir una bella individualidad, un temperamento desarrollado desde la soberanía inédita. En medio de este ruido de los que se autoproclaman polemistas y de trepas, necesitamos orientación en mitad del desierto, las brújulas son las de siempre, pero a pesar de lo que dice Van-Halen hoy no hay espacio para el pesimismo: se acabó agosto. El otoño siempre alivia ese tufillo, ese olor a sudor que se ha incrustado en nuestra cultura. En pocos días saldrá a la luz la esperadísima y definitiva biografía de Salinger. Del escritor neoyorquino se ha dicho mucho sin añadir demasiado por lo que la expectación que está levantando su material póstumo está más que justificada después de muchas décadas de silencio extremo ininterrumpido. Ojalá que esas expectaciones se cumplan porque las estanterías están llenas de nuevos trabajos sobre grandes leyendas que aportan muy poco, como la investigación de Jamie James sobre los años de Rimbaud en Java que añade dudas sobre más dudas: "Rimbaud estaba infatuado del concepto de lo moderno y escribió sobre él de manera moderna". Vaya, nada nuevo bajo el sol. Desde luego las ventas de Salinger están aseguradas, y es que hay más gente interesada por saber de qué marca era su lavabo que lo que verdaderamente cuenten esos textos póstumos. Lo que fascina es su estrategia de que estos vean la luz entre 2015 y 2020, posiblemente para asegurar, como el más elemental mortal, la subsistencia de su vástago. La que desde luego no se lo va a perder es Patti Smith, apuesto un brazo a que ya tiene un ejemplar, no hay nadie a quien le pirre más un muerto hecho mito que a ella. Desde su amistad con Robert Mapplethorpe retratada en el libro Just Kids (imprescindible leerlo, si es posible, en el idioma original), pasando por Rimbaud y Bolaño. Todo póstumo. La carne siempre sin piel.
Ahora mismo se están escribiendo decenas de libros sobre Bob Dylan, Lorca o Cyrano de Bergerac; éste último quizá sea uno de los personajes más excitantes de la historia de la literatura, con esa enfermedad secreta pero predecible por su buen manejo de los excesos, o su extraña muerte ocasionada por una viga que le cae encima y parece que no por casualidad. Pero nada de esto tendría la menor importancia si no fuera porque le ocurren al señor que escribió El otro mundo, donde, como bien indica el filosofo Michel Onfray, "en él se mezclan todos los registros conocidos: el relato de viaje, el cuento filosófico, la novela de aventuras, el diálogo incrustado en un teatro del pensamiento, la prosa poética, el relato mitológico, la farsa fantástica, la alegoría barroca, la leyenda fabulosa, etc". Porque al final siempre se imponen los textos sobre cualquier cosa, sobre si el suicidio fue con cuchilla o cuerda, sobre si se acostó con diez o con mil, al final sólo queda el fruto, aunque el árbol esté más que podrido.
La máxima epicúrea es "oculta tu vida". No estaría mal seguirla un poco, lo que el cuerpo aguante. No hay enigma en la lógica, y ya han sucumbido los mejores, o no.
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